Resumen
La modernidad política tuvo un doble nacimiento. Brotó, por un lado, en las aspiraciones de armonía universal de los pensadores de la Ilustración: en “el jardín de las dudas” de Voltaire, en los sueños racionales de los enciclopedistas. Esa modernidad “se atrevía a saber” —como rezaba el lema horaciano de Kant— y por tanto enaltecía la crítica y la
polémica; pero era ante todo benevolente: más que vencer, le interesaba convencer. Por otro lado, la modernidad política también nació a golpes de guillotina, al calor del puritanismo sangriento de Robespierre y Saint-Just.